NIQUELOVÉ
Esta mañana de sábado primaveral, es decir de pajaritos y loros
anunciando que ya hay mieles y frutas en los árboles (que es lo que más ven de
los bosques), Alexandra Pomponia Niquelové, después de despejar las telarañas
nocturnas de sus ojos, corrió al porche de su casa.
Era casi de madrugada (siempre es madrugada para los niños cuando la
escuela queda retirada de la casa).
Desde el porche, gritó: –¡Mamá, papá, desapareció el Pico Bolívar!
¡Vengan a ver! ¡Corran, corran!
Con el café recién extraído de la grekka, aún humeante en las dos manos
que estaban por llevar el primer sorbo a las respectivas bocas... aligeraron el
paso los dos, bamboleando las tazas como los equilibristas del circo caminan
sobre una cuerda de naylon, de techo a techo, es decir como loritos en plancha
de cinz: un pasito rápido y otro lentito, cadera para adelante cadera para
atrás. Pero, avanzando ligeros de la cocina al pórtico de la casa.
–¿Qué fue muchachita linda, viste a una lombriz del tamaño de un gato,
esta vez?
(Es que Alexandra tenía tal imaginación que siempre veía algo hiper, o
plus... o sobre... natural entre las sombras del platanal, o entre nubes y
ramas; entre lo cualquier tamaño y forma que se agigantara o achicara...)
–¡Se desaparecieron las montañas! Yo lo soñé anoche, y se hizo realidad,
¡miren no están ni hacia el Oeste ni hacia el Norte!
–A ver, cuéntanos el sueño, dijo Carlhy, la mamá; después de cruzar una
mirada pícara con Enrique papá, porque había otro Enrique con un Manuel
agregado para no confundir pápá con hijo.
–Sí, ¡cuéntanos desde el principio!
–Seguro que es otra de sus fantasías, ya sabemos que todo lo mira
magnificado –intervino Enrique Manuel, su hermano mayor (que de mayor no tenía
mucho de altura porque ya sabemos que los varones son como el árbol de bambú,
que los primeros años... se igualan a las hermanas menores hasta que... de
repente “dicen” a crecer).
–Cuando me acosté sentí mucho calor, así que me quité la piyama y me
arropé solo con la sábana. Me quedé dormida enseguida, creo, porque cuando puse
la cabeza en la almohada y abracé a mi guao Flofli, sentí que mi cuerpo era una
pluma delgada de paraulata que el viento llevaba por los aires. Había muchas
nubes cargadas de agua, yo me movía entre ellas como si la pluma tuviera un
manubrio de bicicleta, le daba hacia la izquierda o hacia la derecha de acuerdo
a la nube que encontraba. Así estuve mucho rato volando. Me acordé del Pico
Bolívar, así que tomé hacia el Sur, ustedes me enseñaron que para el lado de mi
brazo derecho quedaba el Este, ¿cierto? Quiere decir que detrás de mi espalda
se empuntaba el Pico.
–Así es amorcito –dijo Carlhi, la mamá.
–Entonces –continuó Alexandra– busqué y busqué la montaña más alta y no
la vi por ningún lado, busqué los otras picos que lo acompañan para que no se
sienta solo: el León, el Toro, el.... “Jumbol” y el “Bomplan”... y nada. Por
supuesto que la cara del Indio tampoco estaba. Volteé el manubrio para el
Norte, busqué a la India
que se forma en la meseta y tampoco.
Sentí que me había ido más allá de Mérida, me dio mucho susto y frío,
mucho frío... Pero, no me quedé perdida,
me dije con mucha fuerza: ¡Despiértate, despiértate, bájate de la pluma. ¡Anda,
que no eres pluma, sino gente!
En cuanto abrí los ojos, me tiré de la cama, me eché un montón de agua
fría en la cara –para espantar a la pluma– y fui casi volando para el porche...
Y, no había montañas, ni siquiera ese
color azul conque el sol las pinta algunas mañanas. Por ninguno de los costados
se veía el Pico, los alrededores verdes;
como si viviéramos en una casa de playa donde solo hay azules en el cielo, sin
verdes en lo alto.
–Chicuelina, ¿no ves que está nublado el cielo?
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